Terovsky buscaba entre las sombras. Acompañado solo de la parpadeante luz de la flama de su antorcha, caminaba dificultosamente, ya que el agua le llegaba hasta los talones. ¿De dónde venía tanta agua?
A pesar de que la sustancia que mojaba sus pies daba la impresión de estar estática, corría en la misma dirección a la que Terovsky se movía. Eso mismo era lo que guiaba al desdichado obrero a su objetivo.
Cuando hubo caminado lo que parecía ser poco más de un kilómetro, su corazón se detuvo al darse cuenta de que se encontraba bajo el agua. De pronto un pez dorado pasó nadando a la altura de sus ojos. ¡Esto no puede estar pasando, estoy respirando bajo el agua!
Nada era posible en ese mundo subterráneo, y la bruja de Strayster se lo había dicho:
–Baje ahí, y encontrará la muerte, aldeano. – Dijo la anciana.
– ¿Es que no lo entiende? Mi hija ha desaparecido y el único rastro que dejó fue su suéter favorito, olvidado en el viejo camino a las minas. Debe estar pasando frío, debe tener hambre. – Terovsky tomó su chamarra y caminó hacia la puerta, sin mirar siquiera a la bruja.
– Haga lo que crea conveniente, aldeano. Ahora mismo su hija debe estar perdida en otros mundos.
Cuando se dio cuenta de la locura que significaba tener fuego prendido debajo del agua, unos ligeros sonidos metálicos resonaron en el pasillo. Mientras daba pasos cada vez más sigilosos, advirtió la presencia de tres personas reunidas debajo de un conjunto de escaleras de acero que subían infinitamente hacia la oscuridad. Se escondió detrás de una tubería y escuchó lo que eran una serie de pitidos que hacían las de una lengua desconocida para Terovsky.
Eran dos hombres y una mujer, iban vestidos con una sotana de manicomio: blanca, pero raída y manchada de una especie de aceite amarillezco. Los tres llevaban un tipo de casco que tenía una apertura para un solo ojo, como si fueran cíclopes. Parecía que discutían entre ellos, de una forma pacífica.
Se ocultó entre las sombras. – Estos sujetos no parecen ser lo que busco –, cuando de repente, en la cima de los restos de un edificio la vio. ¡Era Tary, su hija!
Iba vestida con una caperuza azul y caminaba de la mano de un esqueleto humano.
– ¡Tary! – gritó, pero lo único que obtuvo como respuesta fue una mirada perdida de su única hija.
– ¡Tary, cariño! –
Todo pasó muy rápido. De pronto unos brazos lo sujetaron por la espalda. Tiró golpes y asió al aire cuanto pudo. Cuando se dio cuenta, los sujetos salidos del manicomio lo apresaban y gritaban en su lengua cibernética de pitidos.
– ¡Suéltenme!, ¡Tary! –
El semblante de la niña volvió por un instante a la luz, sus ojos recuperaron su color miel de siempre y su rostro olvidó el pálido grisáceo que reinaba en ella antes de despertar de su aparente sueño.
– ¡Papá! – gritó. – ¡Ayúdame! –
Cuando Terovsky logró soltarse de las garras de los psicópatas que habían raptado a su hija, el esqueleto que la apresaba lo miró con dos cuencas vacías e inexpresivas. Todo duró unos cuantos segundos.
Una luz de un morado fosforescente surgió de los ojos del esqueleto: era tan intensa que lo cegó por un instante.
Cuando abrió los ojos, sintió la sensación de tener un casco encima de su cabeza. Una sola abertura le permitía ver lo que estaba frente de sí. Los tres locos estaban frente a él, discutiendo en su incognoscible idioma.
El coraje se apoderó de él e intentó moverse. Golpearlos era su objetivo. Pero su cuerpo no respondía, se movía sin que él lo moviese. Estaba atrapado. Intentó gritar y lo único que salió de su boca fueron esos mismos pitidos electrónicos con los que sus adversarios se comunicaban.
De repente, escuchó un grito: – ¡Tary! –. Era él mismo, soltando la antorcha y corriendo en su dirección. Su cuerpo se movió hacia el nuevo Terovsky, apresándolo.
Gritaba. Su cuerpo se movía en contra de su voluntad y golpeaba al nuevo Terovsky, mientras la misma escena tomaba partido en frente de sus ojos.
Por más que gritaba, solo escuchaba los mismos pitidos electrónicos, lenguaje de otros Terovskys que se quedaron atrapados en el tiempo.
Gritaba. Su cuerpo se movía en contra de su voluntad y golpeaba al nuevo Terovsky, mientras la misma escena tomaba partido en frente de sus ojos.
Por más que gritaba, solo escuchaba los mismos pitidos electrónicos, lenguaje de otros Terovskys que se quedaron atrapados en el tiempo.